jueves, 11 de marzo de 2010

Érase una vez un chico que tenía muy mal carácter. Su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo que clavara uno en la cerca cada vez que perdiera la paciencia o se enojara con alguien. El primer día clavó 37 clavos. Durante la semana siguiente se concentró en controlarse y día a día disminuyó la cantidad de clavos que tuvo que clavar en la cerca. Había descubierto que era más fácil controlarse que clavar clavos. Finalmente llegó un día en el que ya no clavaba ningún nuevo clavo. Entonces fue contento a ver a su padre para contarle. Su padre le dijo que era el momento de quitar un clavo por cada día que no perdiera la paciencia ni peleara con nadie. Los días pasaron y finalmente el chico pudo decir a su padre que había quitado todos los clavos de la cerca. Entonces el padre condujo a su hijo hasta la cerca y le dijo: ''Hijo, te has comportado muy bien, me alegra que por fin hayas podido sacar todos los clavos, pero mira los agujeros que quedaron en la cerca. Ya nunca será como antes. Cuando discutes con alguien y le dices cualquier cosa o lo hieres de algún modo, dejas una marca como esta. Puedes clavar una navaja a un hombre y después retirarla, pero siempre quedará la herida. No importa las veces que le pidas perdón, la herida permanecerá. Una herida provocada por la palabra hace tanto daño como una herida física. Nuestra relación con las personas que nos rodean son joyas que debemos cuidar.''

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